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Del supremo
bien y del supremo mal Traducción e introducción de\. - J. Herrero Llórente. Revisión de
V. García Yebra.
Una
figura como la de Cicerón es de las que, por sí solas, sirven para llenar un
siglo. Y si en la vida pública no tiene el genio de un César o un Augusto, en
la oratoria y —en un sentido amplio— en la vida intelectual y artística no
tiene parangón en su época.
Pero no se trata solo de que Cicerón sea el primer orador
de su tiempo y de la historia de Roma: es que nuestro autor es el creador de
una prosa ya capaz de expresar tanto las complejidades del pensamiento
abstracto cuanto el equilibrio, gracia y frescura indispensables para una
verdadera prosa artística. Por otro lado, al adaptar, refundir y traducir obras
filosóficas griegas no solo creó un vocabulario filosófico, sino que
transmitió a la cultura occidental noticias e información sobre la filosofía
helenística que de otro modo se hubieran perdido del todo. Tampoco son de poca
monta sus tratados retóricos, que, sin tener la agudeza y originalidad de un
Aristóteles en estos temas, presentan en cambio este arte como un magno
edificio intelectual que integra en sí y abraza la cultura toda, la paideía;
sin olvidar por otra parte que, de los autores antiguos a nosotros llegados, es
el primero que plantea o vislumbra algo así como una historia de la
literatura.
De las obras aparecidas en la BCG, el volumen 72 presenta Sobre
la República, obra que ha llegado a nosotros en estado fragmentario, y en
la que, partiendo de obras similares de Platón y Aristóteles y añadidos
estoicos como Panecio y Posidonio, sin olvidar el pitagorismo del Sueño de
Escipión, trata de las formas de gobierno para exaltar la «forma mixta» de
la Constitución romana, que ya Polibio había visto como fusión de monarquía,
aristocracia y democracia. En el volumen 101, Del supremo bien y el supremo
mal, nuestro autor aborda el problema moral intentando una delimitación
entre el bien y el mal, aunque sus esfuerzos se centran en conciliar las
doctrinas estoica, epicúrea y académico-peripatética al respecto. El volumen
139, en cambio, presenta la Introducción General a nuestro autor, así como la
primera parte de las Verrinas (completadas en el volumen 140), el discurso
que en el año 70 a. O. confirma a Cicerón como primer orador de Roma y lo lanza
con vigor a la vida política, al hacer condenar, desde posturas próximas a los
populares, la rapaz gestión en Sicilia de un señalado miembro de la nobi-
litas. El estilo de Cicerón ya ha madurado, aunque aún quedan restos de su
época juvenil en esa iuuenilis abundantia que él mismo criticará.
Los volúmenes 152, 195, 211, 392 y 407 cubren otros tantos
tomos —del III al V, el VII y el VIII— de Los Discursos de nuestro
autor. El primero ofrece algunos de los discursos de la primera época —En
defensa de Quincio y En defensa de Quinto Roscio el Cómico, de
carácter privado— al lado de otros de más hondo calado político, como los que
pronuncia en el año de su consulado/leerá? de la ley Agraria, oponiéndose
a esta ley inspirada por Julio César. También está el discurso En defensa
de Celio, persona muy vinculada a Cicerón, pero que, al responder a una
acusación por parte de Clodia —la supuesta amante de Catulo— de que Celio había
querido envenenarla, le añade un cierto picante escandaloso, al tiempo que
sirve para exhibir la capacidad de ataque de Cicerón cuando tenía una dama
enfrente. El volumen IV de los discursos cubre fundamentalmente los años 57-56,
es decir, la época inmediatamente posterior a la vuelta del destierro de
Cicerón, y que se concretan tanto en el agradecimiento ante el pueblo y el
senado por haber votado el final de su destierro, como en la voluntad por parte
de Cicerón de recuperar la casa de su propiedad que Clodio, con el pretexto de
haber sido edificada en suelo sagrado, había hecho demoler; se trata, pues, de
discursos con un trasfondo común: Clodio, su mortal enemigo. De los restantes,
solo destacaremos dos, En defensa de Sestio y En defensa de Milán,
que, asimismo, tienen un hilo conductor: la violencia, en el primer caso instigada
por Clodio y en el segundo —posiblemente instigada por Milón, pero con
preclaros ejemplos anteriores por parte de aquel— sufrida por Clodio. Este
discurso que, al parecer, resulto mucho más vibrante en eXscriptorium de
Cicerón que ante los rastra, marca un punto de inflexión en la lucha
política en Roma y se considera como uno de los claros antecedentes de la
guerra civil que iba a estallar tres años más tarde. El volumen VII de los Discursos
cubre los años 72-53. La defensa de Marco Tulio tiene lugar el año 72: la
invasión de una finca limítrofe nos proporciona noticias sobre los interdictos
y otros medios legales de la época contra la violencia armada. En el 69
defiende, inventándose un trasfondo político, al gobernador de la Galia
Narbonense Marco Fonteyo por el delito de concusión. Del 63 es el proceso a
Gayo Rabirio por alta traición, con motivaciones exclusivamente políticas
(debilitar el poder del Senado), que Cicerón aprovecha para intentar ganarse a
la oligarquía. La conjura se ha producido en el 63 y a Publio Cornelio Sila lo
defiende en el 62. En el 54 o el 53 su cliente es Gayo Rabirio Postumo, hijo
adoptivo del Rabirio citado antes. Los tres discursos restantes, los llamados
cesarianos, tienen varias notas comunes. La que tal vez interese destacar aquí
es la finalidad perseguida en los tres por el orador: congraciarse con César y,
de paso, ofrecerse como su asesor e ideólogo. Es obligado llamar la atención
sobre la plena actualidad de asuntos que aparecen aquí, con distinto grado de
explicitud: los abusos de poder, la habilidad y la falta de ética de algunos
profesionales del derecho, el transfuguismo político y las relaciones entre el
arte de hablar y las argumentaciones jurídicas, así como algunos aspectos de
derecho penal romano. El volumen VIII de los Discursos comienza con
cuatro discursos que muestran a un Cicerón maduro, un experto abogado que ha
servido con honradez y eficacia en los cargos públicos que ha desempeñado.
Así, en el 65, pronuncia el discurso en defensa del tribuno Gayo Cornelio
acusado de traición en el que traza el inquietante panorama de una Roma en
estado de alerta; un año más tarde, escribe una invectiva contra sus
competidores más cercanos en la batalla electoral por el consulado; ya en el
62, el discurso en defensa del poeta Arquias es un alegato de lucimiento
alejado de la arena política romana, pero que permite entrever un trasfondo de
intensas rivalidades personales y públicas; en mayo del 61 pronuncia el
discurso contra su enemigo Publio Clodio al que acusa de corrupción,
depravación y ultraje a los fundamentos del sistema político y moral romano.
En el siguiente grupo de discursos la situación de Cicerón ha cambiado: acaba
de regresar del destierro, su protagonismo político está seriamente dañado y
se ve obligado a pactar continuamente con los políticos más poderosos.
Los volúmenes 223, 224, 366 y 374 recogen la producción
epistolar de Cicerón. Aunque ha recibido una consideración menor con respecto a
la profundidad y seriedad del resto de su obra, el Corpus de cartas que Cicerón
envió o recibió a lo largo de su vida quizá suponga la parte de su legado
literario que el lector contemporáneo puede sentir como más próximo. Y ello por
su viveza y su frescura, por ser testimonio de vida cotidiana, pero también por
constituir una fuente de excepción para conocer uno de los períodos más
apasionantes de la historia de Roma: el final del antiguo régimen republicano.
El volumen 245 recoge el tratado juvenil de Cicerón, La
invención retórica. Aunque la presente obra se viene identificando con
algo fruto de unos «apuntes» —commentarioli— que en época muy juvenil —adulescentulus—
publicó sin deber haberlo hecho por su carácter de esbozo —inchoata ac
rudia— no está claro en qué época concreta de su vida los redactó, si
todavía en esa escuela, tan especial, de Craso, o poco después; si se trata de
los apuntes que tomó o si el griego que los impartía era un auténtico dictador
que leía de un tratado retórico sobre la materia.
Poco importa esto para una brevísima presentación. Baste
decir que el tratado es notable por su sistematicidad y que, si bien las
definiciones y su jerarquización no son obra de nuestro joven autor —no en vano
Aristóteles, Teofrasto y Hermágoras ya habían pasado por este mundo—, lo cierto
es que la materia toda es dominada por el aprendiz de orador y de cuyas dotes
iba bien pronto a tener prueba el Foro romano.
Dada la parte de la retórica objeto del tratado, la invención
—inuentio—, era de esperar que no solo nos encontrásemos con una
división de las partes del discurso en su secuencia temporal, sino que el
resto de la obra basculara en torno al elemento teórico de la retórica
introducido por Hermágoras: el status causae. En efecto, la definición
de los distintos tipos de status y de la argumentación en el género
judicial con relación a diversos status, junto con una breve sección
relativa al género deliberativo ocupan la obra.
Es problemático decidir si conoció o no la obra de Hermágoras,
así como la Retórica a Herenio, tanto por las evidentes coincidencias
como por las claras contradicciones. En cualquier caso, este carácter técnico
del tratado —sin renegar de ello— será superado en Sobre el Orador (vol.
300), donde pone mayor énfasis en las dotes que el orador ha de tener por
naturaleza y, sobre todo, en la filosofía, entendiendo esta como unos saberes
muy generales; esta llamada a la filosofía ya está presente en este tratado, y
anuncia los siguientes.
Las Disputaciones tusculanas (322) son una serie de
conversaciones que tienen lugar en su finca de Túsculo y emplean como eje una
serie de cuestiones de filosofía ética: el problema de la muerte, el dolor, el
sufrimiento, la superación de los estados de ánimo y la virtud aparecen con la
elegancia y finura que caracterizan a Cicerón, quien en esta obra se acerca
mucho a los postulados estoicos.
Las Filípicas (345), vibrante conjunto de discursos
contra Marco Antonio y que en su título son un homenaje declarado a
Demóstenes, marcan el apogeo de la elocuencia ciceroniana y en ellas
encontramos juntos los rasgos sobresalientes de la oratoria ciceroniana.
El tratado Las leyes (381), escrito entre el 52 y el
45 a. C., es una de las fuentes más importantes de la Antigüedad sobre derecho
romano, tanto por los datos que aporta como porque en él se encuentra el origen
del pensamiento jurídico, a pesar de estar concebido como ley básica para un
estado ideal. Son también de suma importancia las teorías filosóficas que ofrece
el autor sobre el origen de las leyes y la mención de filósofos y escuelas a
los que somete a una discusión favorecida por la forma de diálogo. Lo mismo
cabe decir de los valiosísimos datos históricos mencionados al enumerar las
leyes religiosas y civiles, así como de la defensa y justificación de muchas de
ellas frente a la opinión de sus interlocutores.
En contraposición con la variedad de temas y estilo de la
obra hay que señalar dos constantes a lo largo de los tres libros del tratado:
su especial admiración por Platón, al que tiene como modelo, y la exaltación de
las virtudes del pueblo romano. Este conjunto de factores justifica que, a
pesar de tratarse de una obra bastante mutilada, haya sido y sea de sumo
interés para los estudiosos del mundo romano en general y en particular para
los que se interesan tanto por el derecho romano como por el derecho natural y
la filosofía del derecho.
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